Bajo la gélida mirada de aquellos barrotes aún le quedaba tiempo para mermar su espíritu con pequeñas estupideces vestidas de mujer, que eran, en menor medida, simples lápices de colores con los que pasar el tiempo emborronando la gama de grises que teñían el muro de su prisión. Por el día parecía olvidar todo aquello que lo desmotivaba, dejándose acariciar por los fugaces rayos de luz que se paseaban a duras penas por la estancia, y de la mano de estos, guarecido entre su compañía, esperaba y esperaba. Esperaba hasta la noche, donde la mirada de aquellos ojos, acechando tras las estrellas, le obligaban a quemar lo que el día había sembrado, a romper lo que otras habían escrito y a querer lo que nunca había querido.
Convirtiendo la soledad de cada noche en su pan de cada día.

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