Aquello no eran ingenuos vocablos escupidos por una de las más agrias plumas, no era fanfarronería lo que desprendía su sutil dicción, era la magia de un plumín con estilo, de unos de esos con gabán a juego y sombrero, “con los calcetines del mismo color que los zapatos”. Fue en ese preciso instante cuando lo comprendió todo: los insultos a la par de los consejos, la seducción de las posdatas, el fino aroma que desprendía su talento, el humo que envolvía su despedida haciendo de él uno de los mejores taumaturgos de las palabras; por que era aquel el modelo que archivaría bajo la cuartilla, el orgullo de compartir la misma sangre.

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