Era el empujoncito que necesitaba para contrarrestar el envite que lo había arrojado a lo más profundo del lago. Y la paja del recuerdo comenzó a crujir en las llamas de su mirada de mujer mientras con un “Tranquilo, estoy aquí para salvarte” le tendía su mano y le amparaba de aquellas aguas turbias que tanto tiempo habían estado encharcando sus pulmones. La angelical princesa había bajado de su torre para mezclarse con el resto de los mortales, y le había elegido a él… (Si, yo también me pregunto lo mismo).
Y nunca antes las mentiras habían sido maravillosas ni los sueños habían volado tan alto.
Detesto tus palabras presuntuosas que en un tiempo pasado tenían futuro, las que ahora han sido envenenadas por una cursilería estridente. Me repugna tu monotonía, tus expresiones y tus moralejas ahogadas en el mismo vino en el que chapotea tu dicción, carcomidas por ese alcohol destilado de petulancia que va deshidratando poco a poco tus ideas. Odio por lo tanto tus intenciones y la fanfarronería con la que te jactas de tu propia insignificancia, que al fin y al cabo son las mismas.
Puedes restituir el abrasado plumín de tu estilográfica o canjearlo por un pintauñas y unos zapatos. Te sentará mejor.
Aún continuaba derramando aquella ridiculez que la caracterizaba sobre cualquier cuartilla que se presentase ante su estudio. Aquello debía de ser su toque personal, el sello que no conseguía despegar de su remilgada palabrería.
Tal vez, mejor que el pintauñas y los zapatos, necesitase una goma de borrar.
Y la sensatez invadió sus entrañas sin el más mínimo deje de piedad, asediando todos y cada uno de los recovecos donde se guarecía el rencor que apenas unas semanas atrás había aniquilado a la persona que conocimos y que, “por una cosa o por otra”, lo había transformado en uno de los seres más despreciables de la ciudad.
Aquello no eran ingenuos vocablos escupidos por una de las más agrias plumas, no era fanfarronería lo que desprendía su sutil dicción, era la magia de un plumín con estilo, de unos de esos con gabán a juego y sombrero, “con los calcetines del mismo color que los zapatos”. Fue en ese preciso instante cuando lo comprendió todo: los insultos a la par de los consejos, la seducción de las posdatas, el fino aroma que desprendía su talento, el humo que envolvía su despedida haciendo de él uno de los mejores taumaturgos de las palabras; por que era aquel el modelo que archivaría bajo la cuartilla, el orgullo de compartir la misma sangre.
Aturdido por los duros golpes que le había asestado la semana, el alcohol como acontecimiento y el sexo como ilusión, se dispuso a desfigurar una de las muchas decisiones intrépidas que por aquél entonces coronaban la cima de su excentricismo.
Sus oídos habían sido demacrados por la sutil danza con la que se paseaban las palabras, o por la facilidad con la que se escupían. Su olfato fue noqueado en la primera ronda, derrotado por la necedad que envenenaba el ambiente. Necesitaba flotar sobre la ignorancia que destilaban los mentirosos, que no eran pocos, y huir al bosque donde nadie lo encontrase. Atarse las zapatillas y empezar a correr sin ningún motivo.
Siente como tus garras lo van desinflando, como el néctar de su interior va atravesando sus membranas y clama retirada entre tus dedos. Aprieta los dientes y estrújalo con todas tus fuerzas. Advierte como son tus propias uñas las que van desgarrando poco a poco la palma de tu mano. Olfatea el aroma de la sangre atrapada en tu camisa y experimenta la sedosa sensación que libera el trayecto de una gota tras otra paseando sobre tu piel. Suda y sufre hasta que ya no quede nada más que polvo entre tus dedos, hasta que tu carga más pesada haya sido arrojada al vacío; Suda y sufre hasta que tus lágrimas dejen de brotar del mismo grifo del que manan tus recuerdos.
Por aquel entonces coexistía con el hedor que desprendía la basura que, por una cosa o por otra, había archivado en la carpeta más insondable de su memoria. El detrito destilado por los años y por el rencor no tardó en salir a flote, quizá para mortificar a todos aquellos que le queríamos con el pútrido olor que dejaba entrever su boca a cada palabra repudiada por su necedad. Era tal la fastuosa amalgama de sabores repulsivos que distendía su efluvio que llegó a abrasar nuestras facultades perceptivas de la manera más vil, e incluso, en infinidad de ocasiones, noqueó algunas de las aptitudes silogísticas que habíamos conseguido detentar con los años.