Por aquel entonces coexistía con el hedor que desprendía la basura que, por una cosa o por otra, había archivado en la carpeta más insondable de su memoria. El detrito destilado por los años y por el rencor no tardó en salir a flote, quizá para mortificar a todos aquellos que le queríamos con el pútrido olor que dejaba entrever su boca a cada palabra repudiada por su necedad. Era tal la fastuosa amalgama de sabores repulsivos que distendía su efluvio que llegó a abrasar nuestras facultades perceptivas de la manera más vil, e incluso, en infinidad de ocasiones, noqueó algunas de las aptitudes silogísticas que habíamos conseguido detentar con los años.
Me encantaría pensar que no eran sus intenciones.

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