Todos y cada uno de aquellos hombres tenían que tener algo muy presente, a pesar de la inmortalidad que destilaba el recuerdo de unas victorias y unas derrotas inundadas por la desesperación y la lluvia, de sus años dedicados al equipo, del sudor derramado estación tras estación, de sus lesiones, sus heridas y sus cicatrices en forma de laurel, de la mayúscula de algunos de sus placajes y de todas las carreras en el minuto definitivo que llevaban tras sus espaldas, de sus ensayos sin ensayar con tiempo, de sus últimos esfuerzos en la melé cuando solo se deseaba besar la hierva, del daño mitigado con el sabor de los golpes y de la adrenalina, de los pases y las recepciones imposibles, de las charlas que les habían formado como personas antes y después de cada partido nutriendo la espiritualidad de un juego sufrido y caballeresco, fomentando una manera de vivir inigualable. Pese a lo que vivieron por un deporte, que siempre fue algo más, debían apuntarse una cosa en la palma de la mano: aquel chico tenía muchas ganas de hacer algo con su vida, ese tipo quería jugar al Rugby.
Las miradas, las muecas y las sonrisas rebosantes de experiencia no iban a romper sus esperanzas.

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