Mientras todos los demás se daban cuenta que lo peor de ellos eran ellos mismos, ella seguía en su línea, una vez más había saltado a las calles con sus zancadas de felicidad para recordar al resto de los mortales que estaba allí con una sonrisa, y con cada diente que enseñaba una puñalada en el corazón, y que sonreír no era pecado y que llorar por nada era de idiotas. Y esta vez, en vez de manzanas envenenadas, engañosas, lanzaba pastillas de colores a los transeúntes que se quedaban boquiabiertos deleitándose con aquella particular danza de palabras. Drogados por su presencia, enajenados por su mirada.
Quizá porque era el día de soñar soñó hasta la noche y luego se puso a dormir, con la mente despejada, eso sí, sin sogas de ningún tipo, sin recuerdos venenosos, sin mentiras tras el espejo, sin sueños y sueños… por que cuando ella no estaba a su lado de nada servían las estrellas.

